Primera Peripecia
Hegel no hacía más que mirar hacia atrás para ver si alguien le observaba. Una y otra vez volvía la cabeza, girándola también en todos los sentidos geográficos de posicionamiento, haciendo que sus ojos pudieran recorrer todos los rincones del salón donde se encontraba medio espatarrado sobre un sillón e incluso vigilando los ventanales que daban a la calle. Le hubiera parecido bochornoso que alguien que le conociera pudiera verle bostezando al releer su Fenomenología del Espíritu para comprobar si había erratas antes de mandar la obra al impresor. ¡Qué lejos de aquellos tiempos cuando estuvo en Jena y los ardores propios de la revolución eran más poderosos que los de un cuerpo gobernado por una mente, que salvo ese período fue siempre anciana. Los bostezos se oían irremediablemente por todo el salón y Hegel no podía pensar en otra cosa que no fuera intentar controlarlos para que no los oyeran dentro de la casa las dos criadas de la señora que le acogía mientras preparaba su obra. El acuerdo sólo incluía sexo con ella los martes y viernes. Los sábados a veces tenía sexo con Helga, que era una de las criadas, cuarentona y de buenas carnes, lo que la hacía muy atractiva para el gusto de la época. A veces pensaba que aquello se asemejaba a una conspiración entre ambas. Esta sospecha le producía un temor inevitable, pues recordaba que en algún lugar el mismo había escrito que las conspiraciones no sólo son inútiles sino perjudiciales. Catorce bostezos después, la revolución del tedio se había instalado de tal manera en su cabeza, que tuvo que reconocer que esta no se producía intencional y arbitrariamente, como había sospechado en un principio, sino que las revoluciones son siempre y en todas partes, incluso en su privilegiada testa, resultado necesario de circunstancias enteramente independientes de la voluntad y de los ardores femeninos, incluso como escribiría más tarde para que quedara para la posteridad, ni guía de los partidos específicos y de las clases en conjunto. Cuando la señora de Helga apareció en el salón y le recordó con una voz autoritaria que hoy era viernes, los bostezos desaparecieron y la Fenomenología del Espíritu cayó al suelo al mismo tiempo que Hegel avanzaba hacia la puerta donde le esperaba la señora de Helga.
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